En cuanto salí de la joyería con el anillo de compromiso en el bolsillo supe que no podía seguir ocultándoselo. No a Debra.
Nuestra historia de amor no podría haber sido más clásica; prácticamente un cliché. Nos habíamos conocido en la universidad, siendo yo el quarterback del equipo de football y ella una de las animadoras. Una preciosidad de melena castaña y grandes ojos color miel de la que me enamoré casi a primera vista.
Éramos la pareja más envidiada del campus. No había chico que no quisiese estar en mi lugar ni chica que no la odiase al verla pasear colgada de mi musculoso brazo. Cualquiera hubiese vendido su alma al diablo por pasar un rato junto a ella en el asiento trasero de mi Camaro, acariciando su sedosa piel bajo la ropa, o besando los muslos que dejaba casi al descubierto la escueta falda de su uniforme.
Al principio me manifestó su determinación de llegar virgen al matrimonio, pero al cabo de unos meses se reveló su naturaleza voluptuosa y se entregó a mí, ocultos entre los árboles de un bosque a las afueras de nuestra pequeña ciudad. Yo ya había estado con otras chicas (era el quarterback, ya sabéis) y mi experiencia hizo que todo resultase más sencillo para ambos. Fue dulce al principio. Un pausado intercambio de besos, caricias y susurros entre los asientos de cuero. Poco más tarde estaba tumbada sobre el capó, prácticamente desnuda, gimiendo de placer con cada una de mis acometidas.
Cuando nos graduamos yo encontré un buen empleo, a pesar de mi mediocre expediente académico, lo que me permitió alquilar una casa en las afueras, cerca del bosque. Debra, mucho mejor estudiante que yo, comenzó a trabajar en un jardín de infancia hasta poder cumplir su sueño de ser profesora.
Las cosas no podían irnos mejor, y antes de que toda la ciudad comenzase a preguntarse por qué nuestro noviazgo se prolongaba tanto entré en la joyería y escogí un anillo, pensando que debía sentirme el hombre más feliz del mundo. Sin embargo no era así.
Durante toda mi vida había conseguido ocultarle mi secreto a quienes me conocían, incluso a mi familia y a mis mejores amigos. Incluso a Debra. Pero si iba a compartir mi vida con ella debía compartirlo todo: la deslumbrante luz del hombre atractivo, encantador y honrado al que amaba, y también las más oscuras de mis sombras.
Lo preparé todo cuidadosamente. Sería en la misma solitaria arboleda donde fue mía por primera vez. Un picnic bajo la luz de las estrellas, con algunas velas, una botella de buen vino... y escarbando en mi pecho como una familia de ratas la maldita incertidumbre. No por la proposición: estaba seguro de que Debra deseaba ser mi esposa más que nada en el mundo, sino por la revelación que, necesariamente, acompañaría a la propuesta. Si ella no aceptaba la única parte de mí que aún no conocía todo mi mundo se vendría abajo.
La recogí en casa de sus padres, como de costumbre. Llevaba unos pantalones blancos, ajustados a las elegantes curvas de sus caderas y muslos, una camisa a cuadros abotonada con recato (tanto como permitía la silueta de unos prominentes pechos dibujándose en la tela) y el pelo recogido con un pañuelo amarillo.
—¿Voy bien para un picnic nocturno? —preguntó, juguetona, después de besarme.
—Estás preciosa.
A lo largo de los años, había aprendido a dominar mis nervios. A ocultar mis emociones, o fingir otras, incluso en la más delicada de las situaciones. Pero aquella noche estaba demasiado agitado y Debra me conocía demasiado bien.
—¿Te ocurre algo, cariño? Estás muy callado.
—Nada, preciosa.
Ella se recostó en el asiento, y pude ver de soslayo cierta sonrisa traviesa que se esforzó por disimular. Sin duda sabía, o tenía firmes sospechas, sobre el motivo (al menos uno de ellos) de la inusual cena campestre. Vivíamos en una ciudad pequeña, yo era alguien bastante conocido en la comunidad y el día anterior había comprado un anillo de compromiso. Las noticias vuelan.
Detuve el coche al borde de un claro, abrí el maletero y comencé a disponerlo todo, bajo la luz anaranjada del crepúsculo, bromeando con Debra, quien insistía en ayudarme mientras la apartaba con amorosos forcejeos. Extendí la manta sobre la hojarasca, preparé las velas, los platos y las copas.
Cuando nos sentamos, mirándonos a los ojos, ya era de noche. Algunas nubes ocultaban la luna, y los jugosos labios de Debra jugueteaban con el borde de su copa. No podía esperar mucho más. Mi corazón, un corazón de atleta que rara vez se aceleraba, estaba al borde de la taquicardia.
—Debra... yo... Hay algo que quiero decirte —comencé con voz ronca, mientras sacaba con torpeza el anillo.
Ella arrojó la copa vacía a un lado, se abalanzó sobre mí, rodeándome con los brazos, desparramando la comida de los platos y cubriéndome de besos. En al cielo, el viento comenzaba a arrastrar las nubes.
—¡Siiii! Quiero, claro que quiero, tonto.
La aparté de mí, con demasiada brusquedad, dejándola sentada sobre la manta. Me miró extrañada. Su radiante sonrisa de júbilo comenzaba a desdibujarse.
—Yo... sabes que te amo, Debra. Te amo con toda mi alma y deseo casarme contigo... vivir contigo el resto de mi vida, pero hay algo de mí que todavía no te he....
No pude terminar la frase. Las nubes se apartaron por completo y la luna llena alumbró el claro donde nos encontrábamos. Comencé a sentir la familiar quemazón en la piel, el dolor insoportable en los huesos, y algo parecido a una corriente eléctrica sacudiendo mis tendones.
—¿Pero qué te pasa? —preguntó ella, sin entender todavía lo que ocurría—. Si es una broma no tiene...
Entonces vi el terror en sus preciosos ojos color miel y se me partió el corazón. Yo no podía verme, pero sabía muy bien lo que ella contemplaba: el vello grueso y pardo brotando por toda mi piel, mis músculos abultándose hasta destrozarme la ropa, mi boca y nariz adoptando la forma de un hocico, unas mandíbulas pobladas de afilados dientes, mis manos mutando en garras...
—De... bra
Me resultaba muy difícil hablar cuando me transformaba, y mi voz sonaba cavernosa. Inhumana. Debra chilló. Ya no era su prometido sino un monstruo de más de dos metros, mitad hombre y mitad lobo. Luché con toda mi voluntad para que mi mente continuase razonando como la de un ser humano.
—Debra... escúchame, por... favor.
Pero Debra ya no podía escuchar nada. Enloquecida por el pánico, echó a correr en dirección al bosque. Enloquecido por el dolor, fui tras ella. No me costaba ningún esfuerzo seguir el rastro. Su olor era el que mejor conocía del mundo, y mis sentidos de lobo lo amplificaban hasta llenar por completo mi mente, a cada momento más bestial y menos humana. Una débil voz en el fondo de mi transmutado cerebro intentaba convencerme de que no estaba cazando. No a Debra.
No tardé en alcanzarla. Ella no veía en la oscuridad y había tropezado, quedando tendida cerca de las raíces de un viejo roble. En su enloquecida carrera la camisa se había desgarrado, dejando a la vista los blancos senos apretados dentro del sostén. Su mirada, al borde de la demencia, no se apartaba de mí, de la oscura silueta semihumana que se le acercaba lentamente. Podía oler su miedo. Y, algo que me sorprendió, por encima de todo podía oler su sexo.
Durante mis incursiones nocturnas, cada noche de luna llena, solamente había sentido la necesidad de cazar, de saciar un hambre inagotable de carne fresca. Solía matar ciervos, ganado e incluso conejos. Rara vez había matado a un ser humano. Y nunca había sentido la necesidad de aparearme.
De hecho aquella noche fue la primera vez en que, escuchando la acelerada respiración de Debra, reparé en que la luna llena también transformaba mi miembro viril. Era unos diez centímetros más largo, un poco más grueso, y su forma era distinta: la misma mezcla de hombre y animal extendida por toda mi anatomía.
Mientras lidiaba con el nuevo instinto que se despertaba dentro de mí Debra se recuperó y echó a correr otra vez, adentrándose más y más en la espesura. Me lancé tras la estela de su almizcle, alcanzándola en pocas zancadas y derribándola con tanto ímpetu que escuché como todo el aire salía de sus pulmones con un quejido ahogado. Mis zarpas se habían clavado en la delicada piel de su espalda, y cuando recuperó el aliento volvió a gritar, ésta vez de dolor.
Ni mis extremidades de licántropo ni mi frenesí me permitían ser delicado. Al destrozar lo que quedaba de su camisa le arañé la espalda y los brazos, arrancando también, casi involuntariamente, el blanco sostén. Al instante hice lo mismo con sus pantalones, lanzando en todas direcciones jirones de tela ensangrentada, hasta dejarla totalmente desnuda y cubierta de trazos rojos.
Como humano había hecho el amor muchas veces, pero era la primera vez que me apareaba como hombre lobo y al principio no me resultó fácil, sobre todo teniendo en cuenta que mi hembra estaba tumbada bocabajo, casi en estado de shock, con el temblor propio de una cervatilla a punto de ser devorada viva. Además, tenía que acostumbrarme a aquel extraño pene, tan rígido como si su rojiza carnosidad envolviese un núcleo de hueso o duro cartílago.
Con un fuerte gruñido conseguí al fin penetrarla. El nuevo tipo de dolor hizo reaccionar a Debra, quien se revolvió, escapando de mi presa. No fue muy lejos. La agarré por las pantorrillas, causándole nuevos cortes, y la atraje hacia mí al tiempo que le separaba las piernas, clavándosela esta vez tan profundamente que solo fue capaz de estirar los brazos hacia adelante, con sus delicadas manos crispadas en un gesto de súplica hacia las espesas e indiferentes sombras del bosque.
—¡Noooo! —gritó con una voz que apenas reconocí—. Por favor...
No me di cuenta en aquel momento, pero en ninguno de sus ruegos y lamentos pronunció mi nombre ni una sola vez. Para Debra, la mujer que amaba, yo ya no existía. Solo era una aberración que laceraba su carne y profanaba sus entrañas. Clavé mis garras en las caderas, obligándola a levantarlas y hundir las rodillas en la hojarasca. Y me abandoné al instinto, montándola.
A medida que el apareamiento se consumaba comencé a sentir un tipo de placer desconocido hasta el momento, donde no existían los sentimientos, el más mínimo afecto, ni siquiera la más básica lujuria humana. Era el placer animal de la procreación, de someter a la hembra y llenarla con la simiente de la siguiente generación. Aullé, rugí, y levantando la cabeza pude ver la luna llena entre las copas de los árboles. Cuando la cópula llegó a su fin, tan frenética y brutal como los banquetes de carne recién cazada, me incliné hacia adelante, ocultándola por completo con mi enorme cuerpo, y clavé mis colmillos en su hombro al mismo tiempo que el esperma semihumano la llenaba.
Me aparté de ella lentamente. Concluido el delirio, la débil voz en el fondo de mi cerebro comenzaba a dejarse oír de nuevo. Me agaché a pocos pasos de Debra, observándola con unos ojos que brillaban en la oscuridad. Estaba inconsciente y ensangrentada, tumbada de nuevo bocabajo con las piernas separadas, con restos de mi espesa saliva en la espalda y otro fluido no menos espeso rezumando de su maltratado sexo. Enderecé mis puntiagudas orejas al escuchar su débil respiración. Estaba viva.
Sabía que aquello no era una ciencia exacta, pero le había mordido y ¿quién sabe? Si sobrevivía a las heridas, y yo haría todo lo posible porque así fuese, quizá nuestra unión fuese más allá de un simple anillo, una ceremonia y un documento legal.
Quizá, con la próxima luna llena, saliésemos a cazar juntos.
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